Surrealismo gráfico: Nelson Romero

– ¿Cuál ha sido su formación en arte?
– Yo me considero autodidacta, con todo lo relativo que puede tener ese concepto. Pero tuve un pasaje fugaz de un año por el Museo de San José. Allí estaba el profesor Osvaldo Leites, un muy buen pintor de la escuela de Torres García, y quería que yo fuera retratista al óleo. Pero a mí ya me gustaba el surrealismo, el realismo mágico y sobre todo la parte gráfica, y he sido coherente en desarrollar la disciplina del dibujo como disciplina válida, porque el dibujo siempre ha sido considerado como un segundón de la pintura.

De una entrevista realizada por “EL PUEBLO” de Salto, con motivo de una muestra de sus trabajos “Serie Negra” en noviembre de 2011.
Puede leerse completa aquí.  Fuente: hurgador.blogspot.com.uy

“El primer encuentro con Hugo (Nantes) y 40 años después”

Por Nelson Romero Diario San José Hoy (Uruguay, 2009).

Fue memorable y terrible aquel día que me animé a llegar hasta el taller de Hugo.

Hacía poco tiempo que me había venido desde el campo, y a los diecisiete años había juntado en carpetas muchos dibujos hechos pacientemente, tratando de imitar a los grabadores alemanes del Siglo XV.

Un día me decidí y llamé a su puerta. Iba con vergüenza, con esa timidez de animal asustado, propia de los paisanos antiguos. Pero confieso que guardaba la esperanza de deslumbrarlo con alguna de mis obras, porque había dedicado horas y días y años para dibujar abigarradas alegorías anacrónicas, con puntillismos y prolijos entretejidos de líneas a pluma.

Cuando se abrió la puerta, apareció un hombre fornido, desprolijo en el vestir, con las manos manchadas de pintura, y envuelto en un fuerte tufo de tabaco negro.

-¿El maestro Hugo Nantes? -tartamudeé.

-¡Déjese de joder con lo de «maestro» -me contestó con un vozarrón y una mirada insostenibles-. ¡Con que me diga Nantes es suficiente! ¿Qué anda precisando?

Le expliqué que tenía unos dibujos para mostrarle, y que quería su opinión sobre la técnica.

Me hizo pasar a su taller, que era bastante chico, porque en esa época trabajaba al frente de lo que hoy es su casa. Al fondo estaba Dante Cola y María, y creo que Lalanne.

Hugo tomó la carpeta y desparramó los dibujos en el suelo, y empezó a caminar en torno a ellos. Yo me quedé arrinconado. Lo veía mover su cabeza, alternando negaciones y asentimientos. No me hablaba. Encendió otro cigarro negro y me dijo sin mirarme: «¡Venga para acá». Empezó a señalar algunos dibujos y a hablar de cada uno. Para mí comenzó un calvario. Sus juicios eran mazazos, sentencias implacables, disecciones con un bisturí que cortaba hasta el hueso, análisis irrebatibles, consejos y sugerencias que me resultaban imposibles de seguir.

-¡Usted ha estado trabajando al pedo! -me dijo sin anestesia-. Fíjese que ha llenado papeles con puntitos y rayitas, y todos los dibujos tienen la misma resolución plástica. ¡No imite! ¡Sugiera! Pintar no es imitar. ¡Aprenda a construir! No haga abigarramientos al azar. Vea que en la naturaleza cada cosa está hecha con una textura diferente y propia. No ejercite el virtuosismo, porque eso sirve únicamente para deslumbrar chambones y para que usted se vuelva vanidoso. Diga lo máximo con lo mínimo. Sugiera con el trazo y deje que el espectador complete el dibujo con su subjetividad. No se preocupe por ser desprolijo. Sea espontáneo, porque a veces una desprolijidad buscada tiene más valor que la perfección llevada al paroxismo.

Prendía un cigarro tras otro, el Hugo, y yo me arrinconaba cada vez más, y me sentía más y más chiquito y miserable.

Y siguió con aquel análisis de juez insobornable.

-¡Fíjese en la música de Mozart! ¿Conoce a Mozart?

-Algo -contesté sin mirarlo.

-Es obligación de todo ser humano conocer a Mozart -decía levantando la voz-. Si no, se vive sin entender la creación. ¡Y habría menos miseria humana! Y fíjese que a Mozart le bastaba con una corta sucesión de notas, oídas al azar, para construir maravillas monumentales y universales.

Y seguía…

-Tenga en cuenta que para que un árbol alcance las alturas hay que sacarle las ramas innecesarias. ¿Usted cree que Picasso no podía dibujar como un virtuoso? ¡Seguro que podía! Pero lo desdeñó porque vio que eso se agota en sí mismo. Prefirió sintetizar para sugerir. Desconfíe de los virtuosismos. Si quiere aprender a dibujar, estudie los grabados de Goya, de Rembrandt, de Picasso.

Creo que perdí la noción del tiempo y del espacio, y entre los efluvios de tabaco, aguarrás y pintura fresca y el discurso implacable de aquel hombre que se me figuraba un profeta con sentencias irrebatibles y definitivas, vestido con una campera andrajosa, ceñida con un cable en la cintura porque ya no le quedaban botones, me hizo sentir que me hundía en un túnel cada vez más oscuro. Quise no tener memoria y no volver a mi casa.

Hugo me agarró de un brazo, explotó en una carcajada y me dijo:

-No todo está mal, hay algunos aciertos, pero empezá desde cero. Dentro de un tiempo traeme lo que hayas dibujado y veremos. Y acordate que si te vas a dedicar a la creación, tenés que darle a la gente lo mejor, porque el arte, si existe, tiene como propósito fundamental hacer al ser humano más digno, más esclarecido, más autocrítico. De nada nos servirá crear para un grupito de coleccionistas. El día que toda la humanidad pueda disfrutar de la obra de Picasso, de Goya, de Bach y otros que vendrán, tendremos una sociedad de seres más buenos, más dignos, más solidarios. ¡Acordate!

Pasaron unos años, y un día, mi tío, Luis Pugliese Sánchez, fue a visitarme y me dio una carta de recomendación para trabajar en Montevideo, en la agencia de publicidad Oriental. Fuimos con Nantes, en su auto. Hugo me advirtió que me llevaría a algunas galerías, pero tenía que hablar yo, porque él no recomendaba a nadie.

-Si te metiste en esto, tenés que pagar derecho de piso- me dijo.

Ese viaje fue el comienzo de mi carrera, hace cuarenta años.

La tremenda paliza crítica que me propinó me aniquiló por un tiempo, pero de las heridas surgieron visiones y conductas que he tratado de cultivar en la vida, siguiendo el mensaje honesto de aquel hombre que quiso ser albañil, y derrumbó los palacios de lo falsamente sublime y solemne, y los monumentos a la vanidad humana. Transformó su vida en su mayor obra de arte, hecha de sarcasmos, ironías, desplantes, juicios lapidarios y mensajes premonitorios, de profeta surrealista.

Se les rió en la cara a presidentes y dignatarios; en su taller hizo sentar en cajones de verduras a embajadores y burgueses plenipotenciarios; apedreó iglesias; expropió santas vírgenes de los altares de capillas y las transmutó en prostitutas solemnes, que expresaban todo el dolor de lo humano; transformó imágenes de santos en dictadores ridículos; con maxilares de caballos construyó rostros pavorosos de bichicomes que proclamaban ser emperadores de la miseria; se sentó en la cátedra de la iglesia de Colonia y dio un sermón para un público invisible que lo aplaudió conmovido; dobló una bicicleta con sus manos; cambió de lugar varias piedras de las Sierras de Mahoma, porque desequilibraban el paisaje; escribía Dios con minúscula; quería incendiar el Vaticano con el Papa adentro, porque decía que allí jamás entraría Cristo; le mordió la mano a un obispo; a una monja gorda le preguntó si estaba preñada y si el hijo conocería al padre; cubrió con su sobretodo nuevo a un marginado viejo que dormía en un protal de un banco en Montevideo (esa noche, el hombre soñó melodías indescriptibles y banquetes interminables, con vinos luminosos); se preguntaba y preguntaba a todos, ya que Dios era omnipotente e infinitamente misericordioso, al encontrarse el Adolfito Hitler cara a cara con el Padre, si se arrepentía de sus matanzas, podía ser perdonado y pasar a sentarse con los Santos.

Cuando Hugo hacía gala de su ultra-ateísmo, una carcajada que conmovía al Universo se oía desde las galaxias más remotas.

Sostenía que Dios era un viejo pervertido que dejó embarazada a una adolescente, y que José, el carpintero, había sido el cornudo más ilustre.

Hugo culminó su vida y su obra acercándose (tal vez sin saberlo), a aquel pensamiento bastante nihilista de Carlyle, que sostenía que toda obra humana era en definitiva deleznable: lo único válido era su ejecución.

En su conducta surrealista, de actos absurdos y transgresores, impulsado por una vitalidad incontenible, había un propósito de subvertir reglas y conformismos que la sociedad se había impuesto y acatado como sagradas, y que, sin embargo, estaban sustentadas en la hipocresía y en la duplicidad humana.



La última obra de Nantes

En un día de conjunciones afortunadas, Hugo soñó (o soñó que soñaba), que debía acometer la desmesurada empresa de registrar el Universo en una sola e inabarcable obra.

Tal intención resultaría pavorosa y soberbia para cualquier mortal, pero él confiaba en su voluntad y en el olvido del tiempo y de los juicios humanos. Hundió sus pinceles en hirvientes galaxias que nacían y, tomando infinitos pasados y presentes y futuros, comenzó a bosquejar su obra definitiva.

Hugo Nantes (24 de enero de 1933)

Ese descomunal deseo se le concedió con una condición: sólo él vería la obra una vez concluida.

Comenzó conjurando entretejidos de sueños (quizás todos los sueños), visiones abrumadoras de espacios planos y volúmenes y colores jamás develados. Con la ayuda de alambres reconstruyó algún planeta moribundo; con un crayón violento corrigió la órbita de algún cometa descarriado; con su dedo pulgar le imprimió cráteres a una luna perdida y le alegró la topografía; con su martillo y algunos clavos oxidados fijó el bamboleo de muchos soles envejecidos; y algunas chapas carcomidas le bastaron para hacerse un techo y descansar un rato.

Barnizó todo con un negro humo sacado de mundos calcinados.

Un martes 10 de marzo, a las 5:30 de la madrugada, dio por finalizada su gran obra.

Miró hacia el infinito, y asombrado y feliz, vio que había creado la imagen de Su Maestro.

Y dicen que se murió, quieto.

Fuente: portondesanpedro.com

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *