El fiambre de cada día

Por fin llegamos a la playa. Andrés, Julio, su hijo Matías de cuatro años y yo nos sentamos y miramos el mar y las mujeres en bikini. Los adultos quedamos satisfechos. Matías en cambio se aburre y empieza a construir un castillo de arena. Julio y Andrés charlan. Yo sólo puedo pensar en la marihuana que tengo en la mochila y en cómo hacer para fumarla lo antes posible. Tener al niño tan cerca me pone incómodo.

Sigo mirando a la playa. Matías juega en la arena, perdido en su mundo. Cada tanto nos pregunta algo, nos señala barcos en el horizonte o simplemente nos pide que lo miremos, que le digamos qué nos parece el castillo.

-Se, se, una maravilla arquitectónica -le digo yo.

-Ahora decoralo con piedras -sugiere Julio mientras señala un culo lejano.

-La niñez es la mejor droga -reflexiona Andrés viendo al niño que busca piedritas y nos va enseñando cada una antes de ponerla sobre el castillo.

No sé cuándo empecé a hacerlo, pero me doy cuenta que llevo varios minutos revisando desesperadamente mi mochila. Es como si una parte de mí aprovechara cualquier descuido para intoxicarme. Mi drogadicto niño interior, quizá.

Julio me ve y sonríe. Yo lo interpreto como un sí. Después de todo, el nene pensará que estamos compartiendo un cigarrillo.

Sigo buscando. ¿Cómo pude ser tan idiota que no me acordé de traer hojillas? El único papel que encuentro es el de la agenda y las hojas son demasiado gruesas. Por fin elijo una de las tantas vacías y corto un pedacito. El niño interior se sonríe y el niño exterior termina de darle los últimos retoques al castillo de arena. Me cuesta armar el porro. Me doy cuenta que nunca fui muy bueno para las manualidades. Varios minutos después logro un cigarro bastante decente. Nos fumamos hasta las últimas cenizas y ninguno siente nada. El niño pregunta por quinta vez cuándo nos vamos.

Estamos de nuevo en el barrio de Julio. La marihuana recién empieza a hacerme efecto cuando llegamos a la casa de sus padres. Disimulo, los saludo, charlo un rato y me porto lo mejor posible mientras en mi cabeza las neuronas corren y practican lucha libre.

El padre de Julio nos convida con vino. Me termino la copa de un tirón y le pido otra. El viejo, que es igual o más borracho que yo, se sonríe, me mira con una especie de orgullo profesional y me vuelve a llenar el vaso. “Vamos a comprar pan y fiambre antes que este se empede” alcanzo a escuchar a mi espalda.

El porro sigue haciendo efecto. Cuando creo que estoy bien me traiciono diciendo alguna estupidez o me quedo con la vista clavada en los árboles. Sin saber cómo llegué hasta ahí, me doy cuenta que estamos entrando a un almacén.

Es un local como los de antes, cuando casi no habían supermercados. Un lugar chico, con estanterías hasta el techo repletas de comestibles, botellas polvorientas y montones de baratijas invendibles. Se notaba que había pasado por épocas de esplendor, pero ahora apenas sobrevivía de pasar vino desde las damajuanas hasta las botellas de plástico y de ahí a las garganta de los pibes del barrio.

El dueño -un viejo de cejas espesas y cara de que a él el mundo apenas si alcanza a rozarlo-, le despacha salame a un niño. La máquina de cortar fiambre es digna de un museo. Ni siquiera se puede conectar a la electricidad. Todo depende de una manivela que el viejo gira despacio, apoyándose con fuerza y determinación.

Las rodajas caen lenta, lentísimamente, una tras otra. Me pongo a observar el ciclo completo. Empieza con una expresión paciente y esperanzada del dueño, que se afirma con todo su ser en la manija. Esto provoca que un disco metálico casi totalmente desafilado corte -a duras penas y con un ruido similar a un salivazo- una rebanada del grosor exacto de las hojillas que antes me hicieron falta. Entonces la expresión paciente del veterano cambia en un casi invisible gesto de triunfo y felicidad. Calculo que entre el inicio y el final de la maniobra pasaron cuatro segundos, cuatro segundos de mi vida que el viejo se va guardando y no me va a devolver.

Luego el ciclo se repite, con sus ruidos característicos: shhhhrr, jjjjjjjju, shwic, pluc, pausa, shhhhrr, jjjjjjjju, shwic, pluc, pausa, shhhhrr, jjjjjjjju, shwic, pluc, pausa hasta el infinito. Miro a mis amigos. Observan reverencialmente la antigua tecnología para el desmenuzado de embutidos y la montaña de salame que crece casi imperceptiblemente. Empiezo a enloquecerme. El viejo se está robando pedazos de mi vida. Lo siento venir. Siento que un engranaje dentro mío se está soltando. Una especie de conciencia de lo ridículo, algo así como una sensación de ser un rehén del dueño por la eternidad. De pronto no puedo soportarlo más y largo una fuerte carcajada que inunda el local, desvía hacia mí las miradas de todos y todavía peor: detiene la lenta cirugía del salame. Sigo carcajeándome cada vez más fuerte. Me trato de tapar la boca, pero las carcajadas se me escapan entre las manos mientras Andrés y Julio me miran incómodos.

Decido ir afuera para seguir riéndome tranquilo. Estoy apenas a unos metros del almacén y me imagino las caras de los que están adentro, sorprendidos por mi risa de loco, quizá sonriendo con cuidado para que no los vea el dueño, que seguramente ya volvió a su pose ejemplo de dignidad laboral. Me río de nuevo. Me río, me río y me ahogo de risa. Unos minutos después, cuando ya vuelvo a parecerme a las demás ovejas, cruzo la puerta del almacén con cara de yo no fui, mientras el dueño elige la careta de no me afecta, y mis amigos la de nosotros no tenemos nada que ver con este pelotudo. El niño que espera el salame me mira los ojos rojos y llorosos de tanta risa y tanto porro y busca una explicación en Julio y Andrés, que se desentienden y vuelven a observar de brazos cruzados la catarata de salame en cámara lenta.

Me coloco detrás de ellos y estiro el pescuezo para comprobar lo que ya imaginaba: la montañita de lonjas creció un poco, pero no demasiado. Ahora el dueño se detiene un segundo, destrozado por el esfuerzo, y le pregunta al niño cuánto le había pedido. “Cuatrocientos gramos” sentencia el pigmeo. El viejo no dice nada y vuelve a la tarea. A duras penas el montón de salame alcanza los doscientos gramos. Me ataca la risa pero esta vez hago mi mejor esfuerzo por calmarla. Por unos segundos tengo la esperanza de poder hacerlo, pero todos en el local se dan cuenta de mi esfuerzo y para peor yo me doy cuenta que se dieron cuenta. La suma de factores se transforma en un gatillo que me obliga a una carcajada brutal, que inunda el almacén y me obliga a salir y perderme el espectáculo de las caras de mis amigos.

Afuera vuelvo a carcajearme a gusto varias veces. Además es mejor así. Técnicamente el dueño no puede decir que “me le estoy riendo en la cara”.

Vuelvo a entrar, ya más repuesto. Tengo hambre, pero sobre todo siento unas ganas locas de morder con rabia las longanizas que cuelgan del techo. “Te ganarás el salame con el sudor de tu frente” se me ocurre, pero logro aguantarme.

Por fin el niño paga, se lleva su bolsa y sale corriendo, seguramente para averiguar si sus padres aún viven y si lo dieron por perdido o raptado.

Bueno, nos toca a nosotros. Acá termina todo. El viejo nos va a preguntar qué queremos llevar. Yo quizá me ría un poco -pero sólo un poco- cuando Julio le diga “algún fiambre”, aunque tengo confianza de poder contenerme.

Sin embargo nada de eso pasa. El dueño mira hacia abajo del mostrador y recién entonces me doy cuenta que allí hay otro niño que estuvo todo el rato quietito con su bolsita de los mandados y que ahora espera su turno. ¡Carajo! Evidentemente me lo tapó la estantería de las galletitas y no lo vi. El dueño sonríe y le pregunta qué va a llevar. Yo lucho por controlarme. Estoy seguro que casi cualquier cosa que el niño diga me va a hacer llorar de risa y eso va a provocar que el viejo de las cejas gigantes me eche a patadas. Cierro los ojos con fuerza y espero:

-Salame -contesta el niño.

Jorge Alfonso

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